“Españoles en Berlín” es un foro extraordinario, donde españoles y hablantes de español (hay muchos sudamericanos y algún alemán hispanohablante) intercambian de todo. Lo mismo se organizan tándems de intercambio lingüístico, como se venden, compran o regalan muebles, se piden y se dan consejos para arreglar papeles, alquilar pisos, buscar trabajo…
Yo diría que, con páginas así, es más llevadero ser emigrante. Solidaridad en estado puro.
A través de los comentarios en esas páginas se puede pulsar el latir del corazón de los emigrantes españoles en Alemania.
A veces, enternece. A veces, sorprende. A veces, decepciona. A veces, avergüenza.
Las redes sociales es lo que tienen. En ellas se puede ver lo mejor y lo peor de cada casa, lo mejor y lo peor de la humanidad.
Conviene no creerse tampoco que las que se ven en las redes sociales son las opiniones dominantes en una sociedad; todos sabemos que son las opiniones dominantes…en las redes sociales.
Como en el caso de los emigrantes españoles partimos de la base de que son, en su gran mayoría, jóvenes que están casi permanentemente conectados, (¿qué español no tiene un iPhone?) creo que las opiniones que se ven ahí reflejan bastante bien el espíritu general, asumiendo que muchos –esa mayoría silenciosa- estarán conectados pero no participan del debate.
En esas páginas se pude comprobar cómo los emigrantes españoles han trasladado a este país el mismo clima desgarro y falta de esperanza que parece observarse desde aquí en la mayor parte de la sociedad española. Y lo hacen en unas páginas donde precisamente cada día se ve lo mejor de esa sociedad: la solidaridad, el respeto, el señorío de muchos emigrantes que hacen lo que pueden por ayudar a otros a los que ni siquiera conocen sin esperar nada a cambio.
Cuando extranjero entra en esas páginas, y se puede comprobar de vez en cuando, no puede por menos de quedarse asombrado. No entiende la brutalidad de algunos comentarios, la visceralidad de la opiniones, el clima “gerracivilista” que se crea desde el tercer comentario.
Naturalmente hay muchas opiniones muy sensatas, documentadas. Algunos debates, si se pudieran limpiar la basura que hay por medio, resultarían muy interesantes.
Pero asombra ver la cantidad de insultos y descalificaciones gratuitas que saltan a la primera de cambio.
¿Cómo es posible que entre las nuevas generaciones de españoles se huela la misma actitud de ignorancia y arrogancia a partes iguales que hacen imposible un debate o un intercambio de opiniones normal?
¿Es un problema del medio -McLuhan, Chomsky- o es un problema de los mensajeros? ¿Es el formato el que provoca que sea muy difícil una discusión por cauces razonables o somos nosotros?
Los que nacimos en torno a ese periodo de España cercano al “baby bomm”, es decir, que ya no conocimos la eterna postguerra española, pero pudimos percibir algo de lo que es una dictadura, nos acostumbramos a pensar que para lograr una verdadera reconciliación entre los españoles deberían pasar varias generaciones.
Durante los años de la transición –los veinte para nosotros- los jóvenes éramos conscientes de que en las nuevas generaciones estaba la esperanza de una reconciliación definitiva. Nacimos lo suficientemente pronto como para percibir que las generaciones que vivieron la Guerra Civil, incluso las que vivieron en su niñez los duros años de la postguerra, podrían tolerar, pero nunca olvidar y tampoco perdonar, entre otras cosas porque nadie les ha perdido perdón.
Pensábamos que, a medida que murieran los que habían visto, y quizá vivido y participado en los asesinatos y masacres entre vecinos, habría una esperanza para ir construyendo poco a poco un país.
Si quiero seguir manteniendo esa opinión tendré que dejar de leer los comentarios de las redes sociales.
Me ocurre lo mismo si alguna vez echo una ojeada a los comentarios en los periódicos digitales. ¿Qué está pasando? Tengo la impresión de que no hemos avanzado nada, que los que escriben los comentarios son los fantasmas de los que sufrieron o provocaron la guerra civil entre españoles.
En esas páginas se nota un “maremágnum” de confusión gigantesco. La desorientación propia del que no sabe a dónde va porque no sabe de dónde viene. El caos mental propio del que ignora su historia y sus raíces. La ofuscación y el dogmatismo del que, creyendo saber todo, no tiene ni idea de cuál es la verdadera realidad. Pero, sobre todo, se nota un déficit de educación, respeto y tolerancia alarmante. Quizá yo tenga una imagen idealizada del concepto juventud; siempre he pensado que cada generación nueva era mejor que la anterior. Y también me había acostumbrado a pensar que esta generación condenada a sufrir el exilio económico es la generación más preparada de la historia española.
A veces me asalta la duda. Y pienso si no se puede concluir otra cosa que el gran problema español no es el paro, ni la crisis, ni la corrupción… etc,. Esos, sí, son grandes problemas. Pero el gran problema es la Educación. Con mayúsculas, sí, porque me estoy refiriendo a ciencias y humanidades, a Historia y a Biología, a Filosofía y a Química, a Ciencias Naturales y a “Maneras”, a Matemáticas y a Democracia.
Hace tiempo que he llegado a la conclusión de que el gran fallo de nuestra transición fue el no poder llegar a un pacto educacional en toda regla. Que no hayamos sido capaces en casi 40 años de democracia de sacar adelante un proyecto de educación es un síntoma de lo atrasados que estamos en construir una verdadera democracia.
No me canso de decir que eso explica otros “déficits” políticos a los que achacamos ahora mismo todos nuestros males. Pero la raíz es más profunda. Es un déficit general, social, lo que nos ha metido en esta crisis, que no es sólo crisis económica.
En un país como Alemania es cuando uno percibe directamente el déficit democrático y de “educación para la ciudadanía” , si se le quiere llamar así (y si no también ), que todavía sufrimos en España.
Naturalmente, los culpables de ese déficit sabemos quienes son: los políticos a los que nosotros elegimos y reelegimos una y otra vez a pesar de su fracaso y muchas veces de su sinvergonzonería.
Pero ya somos lo suficientemente mayorcitos para saber que los culpables, en el fondo, somos todos.